Brasa helada

Durante los últimos días, autoridades y medios de comunicación han estado machacando con la llegada de una ola de frío siberiano ante la que había que tomar precauciones. Donde yo vivo, cerca de la Casa de Campo, el frío es muy intenso durante todo el invierno, haya ola o no. Pero de tanto repetirlo la gente se lo ha tomado en serio y hoy, aunque el frío es el mismo y sólo el viento se ha incrementado, todos caminamos encogidos, abrumados por la helada, conscientes de que ha llegado la ola de frío. Las conversaciones, las caras, los gestos, por menudos que sean, insisten en ello: ha llegado. Hace frío. Siempre que se produce una de estas pruebas del poder de la persuasión recuerdo el clásico experimento del doctor Mesmer en los estertores del siglo XVIII, cuando, vendados los ojos, hizo creer a un pobre infeliz que le cortaban las venas del brazo y su sangre se derramaba en un balde. El sujeto -un convicto voluntario al que prometieron obtener la libertad si colaboraba, y vaya si la obtuvo-, convencido por la sugestión de que perdía a borbotones la sangre mientras sonaba un chorro de agua en una pila, murió de terror. No morimos de frío sugestionados por la ola siberiana, pero la persuasión consigue que bebamos lo que bebemos, comamos lo que comemos y hasta que votemos a quien votamos, sentados con los ojos vendados, convencidos de que la sangre que oímos caer en el balde es de los otros.

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