Moby Dick

A partir de cierta edad, lo normal es releer, buscar el placer de lo conocido, de saborear textos que ya fueron significativos y volver a disfrutarlos. Pero ni estoy en esa edad, ni es este el caso.
Hace unas semanas, si me hubiesen preguntado si había leído Moby Dick, hubiese respondido que sí. Mentira. Había leído aligeradas versiones de una novela extraordinaria, monumental y enciclopédica sobre el mar y las ballenas. No hablaré de su argumento, de sobra conocido, ni de su comienzo, escrito para ser eterna lección de taller literario: "Pueden ustedes llamarme Ismael."
En lo científico es un disparate, por supuesto, aunque se disfruta la ingenuidad de los conocimientos que se tenían en el XIX sobre la vida marina. En lo literario, la novela es un inmenso ejercicio de psicología e introspección. Es un ejemplo de ritmo y ejecución, un modelo de lo que es una narración. Solo por la intensidad de su final, por como va subiendo el tono hasta que no queda más que el mar, vale la pena.
Leyendo a Melville, como a Hugo, Mann o Baroja, se comprende porqué el género por excelencia de la prosa está muerto, porqué Joyce, Cortázar o Bernhard escriben otro género. Porqué, en fin, resulta tan difícil elevarse sobre sus hombros y ver un poco más lejos: desde la cofa del mayor, atentos a la más pequeña espuma.
"Después, todo se desplomó y el gran sudario del mar volvió a extenderse como desde hacía cinco mil años."

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