La banalidad del mal y Norman Mailer

Fue Hanna Arendt quien inventó este feliz concepto: la maldad no es una categoría especial, no es trascendente, los malvados, las personas con mala intención no tienen nada de especial, en muchos casos ni siquiera son conscientes de esa maldad, las más de las veces apoyan su valoración de los actos de maldad en las órdenes recibidas, la necesidad, el bien de los hijos…
Del nazismo hasta el acoso laboral, todas las conductas socialmente etiquetadas como malvadas producen, contempladas bajo la luz desnuda del estudio, perplejidad. Pero también se revelan absolutamente simples, vulgares. No hay grandeza alguna en el mal. Desaparece la empatía, sustituida por el otro, por el aislamiento del otro, convertido en algo ajeno y no humano en el sentido de su propia percepción. No existes, no eres como yo, no eres humano, vienen a decir para justificar su propia separación del género humano y su adopción de conductas –para los demás- no humanas.
Desde fuera, sólo podemos atisbar el infierno interior que estas personas recorren, sin darse cuenta, alterada su percepción de la normalidad, su interpretación de sus propios actos. Así, tras aplicar la picana a un detenido o ajustar la cifra de ejecuciones en una cámara de gas con el consumo del veneno empleado, pueden volver a casa sin que encuentren nada reprochable en su jornada laboral. Es el ejemplo extremo, la causa de la aterradora investigación que esta mujer llevó a cabo para entender el Holocausto. Pero se pueden aplicar a las maldades cotidianas: al despido de cien personas, a la mentira interesada para obtener el mayor beneficio.
Han pasado 50 años y hoy sabemos cómo todas esas conductas humanas desprovistas de empatía –a fin de cuentas, junto al lenguaje, el rasgo que nos hace humanos-, tienen el mismo componente de banalidad, de vulgaridad idiota, casi patética sino fuese por el dolor que muchas veces provocan y que deja un rastro escocido en nuestro interior. Lo he sentido cada vez que me caigo de un guindo: al ver las mentiras de un periódico, la actitud de un colega de trabajo, o el silencio de algún compañero de viaje al que te encuentras, meses después de vaciarse el compartimento, en un vestíbulo.
Es en ese momento cuando, como diría Ferlosio, me ahoga el ¿con que ésas tenemos? ¿Con que es ésa tu actitud? en la garganta. Y siento, baja la testud y la mirada turbia, el deseo de embestir, gloria de la dehesa, o de pegar un zarpazo, rey de la sabana. Hay una explosión interior, un fogonazo que traza sobre las neuronas un rastro químico tan indeleble como único. Después, fuese y no hubo nada. La etiqueta: guindo número tal.
Pensaba en ello a medida que profundizaba en la América de Norman Mailer, obra que recoge buena parte de los mejores trabajos periodísticos de este autor, creador también de un nuevo periodismo y uno de los grandes popes de la cultura estadounidense.
Mañana más.

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