Ceremonia pornográfica

Nunca resulta fácil estudiar o analizar la pornografía, primero por la tendencia habitual del mundo académico a huir de los temas de cultura popular, pero también por el catálogo de prejuicios que este fenómeno lleva asociado. Asi que escribir sobre –y también de, aunque este sea otro problema- pornografía suele ser un acto más bien heroico. La ceremonia del porno, de Andrés Barba y Javier Montes, plantea con desparpajo el fenómeno de la pornografía audivisual como una ceremonia entre el receptor y el contenido de las imágenes. La frescura del planteamiento se basa en el reconocimiento de que no se acercan a la pornografía con indiferencia entomológica, sino que reconocen sentirse pertubados ante determinadas manifestaciones pornográficas, aunque sin especificar cuáles, claro.
Porque son la intimidad y el secreto los ingredientes, la base de la ceremonia pornográfica antes que unas imágenes de sexo explícito. Esas imágenes y esa ceremonia son particulares, únicas para cada persona: esta ceremonia es personal y no intercambiable aunque pueda ser compartida por millones de personas que buscan las mismas imágenes. No es la primera vez que la pornografía se analiza desde el lado del consumidor, desde el “es el consumidor quien pone de su parte para que la pornografía se produzca”, pero sí es un planteamiento original considerarla como una liturgia, como una ceremonia en la que cada parte tiene una función muy concreta y sólo la suma cierra, orgasmo mediante, el acto porno.
Sin embargo, no basta con estos felices hallazgos terminológicos para desarrollar plenamente una teoría de lo porno: el análisis de ambos autores se reduce al campo audiovisual, lo cual es muy limitador. La pornografía en la literatura, el porno escrito, muy rico y complejo, como vimos hace tiempo, hubiera necesitado de mayor atención. Es verdad que el fenómeno audiovisual es ya imparable con la llegada de la Red, pero se echa en falta un poco más de profundidad en algunas manifestaciones, que pasan apresuradamente. Por otra parte, ambos autores rehúyen algunos debates, como el de la pornografía infantil, lo que resta rigor al planteamiento.
Sí entran a describir y analizar el auge que está viviendo la pornografía amateur, que proporcionada por los propios consumidores los convierte en autores para que retroalimenten la cadena. Un fenómeno que ha sido aprovechado también por el porno profesional, que etiqueta muchos de sus productos con ese carácter de aficionado para conseguir mayor audiencia.
El libro, bien escrito e interesante, apunta más que dispara, sugiere más que muestra, aunque no me atrevería a calificarlo de superficial. Por ejemplo, el análisis del cuadro El origen del mundo, realizado por Gustave Courbet por encargo, es una excelente aproximación al debate de las relaciones entre arte y pornografía, con una tesis que suele olvidarse pero resulta fundamental para entender el fenómeno: es la mirada, es lo que pone de sí el consumidor, la excitación la que establece la pornografía de una imagen. Ellos incluyen en esa mirada el entorno y la tesis central: la ceremonia con la que se contempla el cuadro. Fue pornográfico mientras permaneció oculto y sólo unos pocos lo disfrutaban; colgado hoy de un museo de París, pasto de turistas y escolares, su pornograficidad se ha diluido en el arte.

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