Viajes por el Scriptorium

A veces leo libros que me recuerdan porqué apenas leo ficción. Y los Viajes por el Scriptorium de Paul Auster son un buen ejemplo. La primera novela que leí de Auster me deslumbró: un narrador con un sentido del ritmo y de la descripción muy ajustado. Con la base puesta en el azar y el manejo de los tiempos, Auster me llevó como lector a donde quiso.
El retrato de los personajes, las situaciones y la extraordinaria coherencia interna me sorprendieron. Pero. La segunda novela era extrañamente parecida a la primera. Y la tercera. Y, supongo, que también las demás. Auster se reveló ante mí como un cocinero, o mejor dicho, como un físico: estas son las cantidades, los tiempos, las palabras y las situaciones, a tales temperaturas, con estas presiones y aquellas ecuaciones. El resultado, el mismo libro repetido eternamente.
Así que abandoné su lectura, convencido de que Auster es, sobre todo, un excelente vendedor de sí mismo, poseedor de una fuerte coherencia interna, pero con una originalidad cercana al cero absoluto, ya que hablamos de Física. Es un cocinero al que siempre le saliera igual la receta, fuese tortilla de patatas, huevos escalfados o fritos. Y ya no tengo edad de leer vacíos.
Pero la tentación –y el recuerdo de esa primera vez- en las manos de la Osita ha podido más: he leído las ciento cuarenta y tantas páginas de Viajes por el scriptorium en un par de horas. La reseña es casi más rápida que la lectura: una tomadura de pelo. Ya no es que se repita o que abuse del azar como permanente justificación de su prosa. Es que no tiene nada: ni argumento, ni personajes, ni ritmo…
Ni siquiera es un experimento literario con mala fortuna, ni una metáfora de la existencia del escritor. Es una lástima.

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