Vergüenza, de Salman Rushdie

Siempre he tenido la impresión de haber contraído una deuda con Salman Rushdie tras leer Los versos satánicos, al poco de su traducción al castellano y en medio de la tormenta desatada por sus supuestas blasfemias y la muy real amenaza de muerte que todavía hoy pesa sobre él.
De aquella lectura saqué en claro que mi conocimiento del Islam no me permitía entender dónde estaba la blasfemia y, por supuesto, que bastante tengo con el cristianismo como para aprender más sutilezas de otras religiones de libro. Al respecto, léase a Fernando Vallejo.
Pero la novela de Rushdie no me gustó, me pareció impostada, falsa e incomprensible. Como soy de natural bueno, sospeché de la traducción, pero al tiempo comprobé que no, que no era cuestión de lenguaje, o mejor dicho que era una cuestión de lenguaje pero no de idioma: Rushdie y yo habitábamos planetas muy distintos.
Han pasado quince años desde aquella lectura y la semana pasada, a cuento del aniversario de la condena a muerte, decidí que había llegado el momento de darle una nueva oportunidad a este novelista anglo-indio. Y siento que mi deuda está saldada, reconociendo la maestría y el poder casi hipnótico que su novela Vergüenza ha ejercido sobre mí en los últimos días. No trataré de comparar una novela con la otra, pero sí explicar cuánto me ha impresionado el exotismo impostado, aunque no artificial, de este cuento inquietante, de esta disección de la mente humana.
"Entre la vergüenza y la desvergüenza está el eje alrededor del cual giramos; las condiciones meteorológicas en esos dos polos son de lo más extremado y brutal: Desvergüenza, vergüenza: las raíces de la violencia."
Aún leído en castellano, Rushdie se revela como una especie de Julio Cortázar inglés, más especiado y oloroso, más frío también, pero con una frialdad impuesta, que no puede ocultar la atmósfera que hay detrás. Rushdie utiliza un tono directo con su lector, al que interpela con moderación, no tanto buscando su complicidad como dejando claro quién es el que manda en la narración, así como la intención –que el escritor desvela a mitad de camino- de escribir semejante historia, resumida como
”Cines, hijos de brujas, moretones en la frente, ranas y pavos reales han contribuido a crear una atmósfera en la que el hedor del honor lo impregna todo.”
Vergüenza es una novela barroca y ampulosa, grotesca muchas veces –más Swift que Rabelais- y brutal en otras, con un final apocalíptico, como un viento ardiente cargado de malos presagios. Es también una metáfora espectacular y muy incómoda de la historia de Pakistán y de Bangladesh, con la sombra de la partición de India en las paredes de sus palacios.
”[...] la famosa partición apolillada que cortó en pedazos el viejo país y entregó a Al-Lah unas cuantas tajadas picadas de insectos, y algunos polvorientos acres occidentales y unos selváticos pantanos orientales de los que los impíos se libraron gustosos. (El nuevo país de Al-Lah: dos pedazos de tierra separados por mil millas. Un país tan inverosímil que casi podía existir.)”
Es una novela de digestión lenta, para reflexionar y sentir; para separar un plano narrativo más o menos frenético, de ira por los sueños rotos, por el abuso, por la codicia y el crimen, el machismo, la violencia y la tortura y, sobre todo, del dolor profundo por las personas que Rushdie exhibe: tanta es la compasión que el escritor –y su lector con él- siente ante sus criaturas:
"Los débiles, los anónimos, los derrotados dejan pocas huellas: modelos de cultivo, hierros de hacha, leyendas populares, cántaros rotos, túmulos funerarios, el recuerdo descolorido de la belleza de su juventud."
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