No me veo las manos

Primero fueron las letras de los libros y los periódicos las que poco a poco se desenfocaron. La jerarquía de las tipografías dejó paso a la jerarquía de lo que es visible.
Después fueron las monedas, que trastocaron mis compras y los cambios, las que me obligaron a emplear el tacto y jugar con la apariencia. Ahora soy ajeno a mi dinero, como si fuese un viajero permanente con los bolsillos llenos de divisas desconocidas.
Un día la barba dejó su individualidad pilosa y se transformó en manchas oscuras; otro, los botones se hicieron bultos; ahora, son las manos.
Hace un momento, sumergidas en agua y jabón, he dejado de verlas. Mantienen su color y forma. Distingo las líneas más profundas, pero no las finas, ni las heridas. Ya no las veo. No como antes.
Es sólo la presbicia. Pero ahora tengo miedo. ¿Cuándo dejaré de ver las caras? No quiero dejar de verlas. Quiero todos sus detalles, por sorpresa, sin buscar las gafas.
Si acaso, que sea una presbicia selectiva. No ver las de quien no quiero, eso sí.
Pero las vuestras no. Vuestras caras las necesito enfocadas.

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