Cómo editar un texto (II)

No sé cuánto me durará el afán evangelizador respecto a la edición, pero comprobado que hay a quién le interesa, continúo.
Aunque la diferencia más notable entre la edición de textos destinados a una publicación impresa y la de textos destinados a internet es la limitación de espacio de la primera, creo que podemos obviarla, habida cuenta de que también los cms -los programas que permiten la gestión de los contenidos de una web- tienen sus limitaciones y que la experiencia que los autores de blogs comprueban es que son más leídos los textos más cortos. O, mejor dicho, internet permite que un texto tenga la extensión que el binomio tema/autor quiera, sin limitaciones por arriba o por abajo debidas a otros condicionantes.
Está muy extendida la costumbre de utilizar el corrector de ortografía de los programas de escritura cómo único medio de control del texto recién creado. Sin embargo, estos correctores -muy útiles por otra parte- se centran únicamente en las erratas, en las faltas que los dedos cometen al pasar del pensamiento al teclado y no pueden suplir una necesaria segunda -y tercera, cuarta...- lectura de lo escrito; una edición, en resumen.
Si escaneamos una página de cualquier novela del siglo pasado, de las consideradas de calidad, un Cela, un Rushdie, casi cualquiera por poner un ejemplo, y convertimos el pdf en un texto en word, el resultado es sorprendente, con palabras y, sobre todo, verbos, subrayados en rojo o verde señalando unos supuestos -y equivocados- errores gramaticales. Este experimento, accesible a cualquiera, explica porqué es tan difícil la inteligencia artificial y lo poco que podemos fiarnos de los correctores de los programas comerciales.
Por eso, la edición, considerada como una escritura enriquecida, atenta a los ritmos del texto, a la puntuación, incluso a los errores provocados, los modismos, el estilo y la sintaxis personales del autor, es tan necesaria.

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