¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?
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El mérito de Raymond Carver y de sus cuentos no está tanto en su brevedad, que no es tal, sino en lo que describen. Están construidos con una factura clásica, por su extensión y desarrollo, pero en lugar de concentrar el tiempo a la manera de Chéjov en pocas páginas, Carver lo extiende. Y esa extensión, ajustada al milímetro, le permite tomar un momento fugaz y convertirlo en un retrato detallado.
No todos los relatos son así, claro, pero en la mayoría, Carver mira y deja que nosotros miremos. Una mirada intensa, que no se limita a ver lo aparente sino que escruta –siempre con cariño- las acciones y los pensamientos humanos. No son, como pretenciosamente señala la solapa del libro, haikus en prosa. Son otra cosa; si un haiku es un segundo, un parpadeo, casi la impresión inconsciente de un momento, los cuentos de Carver son más bien un minuto, una mirada fija y atenta que dura lo suficiente como para captar la esencia de las cosas.
Captar y describir, claro, y en mostrar lo visto Carver no defrauda. Su prosa se podría comparar con las pinceladas de Hopper, pero allí donde el pintor impone una luz que es siempre homogénea en sus cuadros, Carver deja que sea la luz de cada situación la que ilumine la escena, sin alterar el conjunto. Hay relatos al aire libre en los que respiras el aire de las montañas o el de un suburbio, cuentos de interior iluminados por bombillas pálidas o por fluorescentes limpios.
Muy recomendable, para aprender a escribir y para desengrasar.
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