Una realidad incómoda

Los niños protagonistas de la muy premiada película Slumdog Millionaire han vuelto a Mumbay para descubrir que, como decía mi padre -ese santo- "hay otra vida pero es mucho más cara".
No es una broma. Estos niños han descubierto que además de los vestidos, los bufés libres, las camas, y hasta el amor de los adultos son un lujo que las clases más bajas de India no se pueden permitir.
Tampoco es la primera vez -ni será la última- que pasen estas cosas. Incluso en España, aunque se hayan diluido un poco. Por ejemplo, las huellas de los rodajes de Crónicas de un pueblo en Santorcaz que me pilla más conocido. O los niños de la Operación Plus Ultra, cuyas hazañas conmovedoras -sobre todo las de abnegadas hermanas que cuidaban de casas y hermanos mientras el padre se deslomaba construyendo pisos de protección oficial- están tan olvidadas como ellos.
Cuando los occidentales vamos a oriente o a África sólo a por exotismo, a por mano de obra, a buscar diversión o a cumplir con una supuesta cuota de responsabilidad social -lo que incluye las adopciones-, rebajamos la condición humana y convertimos a esos niños, a esas personas en objetos para usar en una película y después tirar.
Uno de los personajes de El extraño caso de Benjamin Button es un pigmeo al que han exhibido por todo Estados Unidos en jaulas con monos. Lo singular de su caso no es que a las masas les gustase ver esas exhibiciones, sino que sobreviviera a ellas y fuese capaz de adaptarse, aunque en el filme echa de menos su río.
Los niños de Slumdog Millionaire no tendrán esa suerte. Bastante tendrán con sobrevivir a su perplejidad, a su inadaptación. Son los nuevos Segismundos de este mundo y su sueño les ha durado bien poco.

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