Polonia, mon amour

A los trece o catorce años leí con mucho aprovechamiento varias novelas, hoy sé que inquietantes, de un autor danés llamado Sven Hassel. Muy de moda por entonces en España -y aún se encuentran en las librerías- su temática giraba en torno a la II Guerra Mundial y las aventuras que un grupo particularmente raro e indisciplinado de la Wehrmacht desarrollaban en los distintos frentes de la guerra.
Eran novelas razonablemente antinazis y antibélicas, que reflejaban las miserias de los ejércitos pero también bastante del horror que los civiles sufrieron. Me enseñaron mucha letra pequeña de la historia de esa guerra, de geografía del este de Europa y, sobre todo, mitificaron algunos lugares que después se han convertido en motivos razonados para viajar.
Entre esos lugares siempre figuró Polonia. Así que la oportunidad de visitar un país particularmente castigado por la historia ha sido bien aprovechada. Acabamos de volver y aún tengo en la cabeza, como grumitos de felicidad, los nombres, los lugares, las personas y las sensaciones. No ha sido un viaje turístico al uso y nos hemos limitado a conocer a fondo una pequeña parte del norte de Polonia. Pero qué parte.
A orillas del mar Báltico, que ya toqué en Helsinki en su momento, se encuentran tres ciudades unidas por el destino y un urbanismo bastante ordenado que allí llaman Trojmiasto: de este a oeste Gdansk, Sopot y Gdynia. Están muy cerca del enclave ruso que rodea Kaliningrado, que sólo la falta de visado ha impedido visitar. Hemos cruzado el Vístula, visitado el castillo de Malbork, los astilleros de Walesa, el Gran Hotel de Sopot y bosques, calles y edificios reconstruidos de la nada que alemanes y rusos dejaron a su paso en 1945.
Hemos cogido el tren y visitado algunas iglesias; nos han mostrado sus elecciones locales y hemos visto la televisión y bebido vodka. Hemos comido pierogi y apreciado la cerveza y, sobre todo, hemos descubierto una hospitalidad muy especial y un país único.

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