El libro electrónico en España, algunas verdades

Antes de que vaya a más la pobreza y la confusión de argumentos -muchas veces interesada- en torno al libro electrónico, tengamos algunas cosas claras. El libro electrónico es una oportunidad tan importante para la cultura y los negocios que, quizá, no debería dejarse en manos de los editores. Al menos hasta que se despierten.
El libro electrónico lleva implantado en España más de diez años y con un éxito y facturación notables en algunos campos, empezando por el derecho. Las editoriales jurídicas, centenarias y de más reciente creación, descubrieron pronto el potencial para sus usuarios de un soporte ágil, versátil y más barato.
Primero el cederrón -palabra académica, sí, pero que hasta los correctores de texto abominan- y luego los lectores, pasando por DVDs e intenet, se han distribuido, vendido y utilizado por miles de usuarios, bufetes y empresas. Porque el libro electrónico no es el soporte, no es el kindle o el iPad, como se suele emplear en el debate, sino el contenido, en forma de bases de datos o texto, en un formato digital.
De los libros especializados, caros y voluminosos, hemos pasado sin gritos ni posiciones maximalistas, a un uso racional de la tecnología, que genera negocio y del que se benefician muchas personas. Por no hablar de las enciclopedias. Y con esta experiencia, el siguiente paso debería haber sido el de incorporar la literatura o los contenidos de ocio con ofertas atractivas y planes de suscripción, por ejemplo.
La copia de libros es tan universal como antigua. Durante todo el siglo XIX, editores e impresores de Estados Unidos copiaron sin ningún pudor las obras más atractivas del otro lado del Atlántico, de Dickens a Wilde. Muchos autores acabaron viajando a Nueva York para reclamar lo que era suyo en materia de derechos. Y tampoco los estadounidenses se libraron de la copia en Europa, como en el caso de Mark Twain. Así que seamos serios.
Hoy son los países emergentes suramericanos los que copian sin piedad los éxitos en español de un lado y otro. De hecho, como reconocía el escritor Daniel Alarcón no hace mucho, estar o no estar en el circuito paralelo de distribución es la medida del éxito en esos países, aunque haya un perjuicio económico que nadie discute.
Pero las editoriales, en lugar de aprovechar la experiencia de otros negocios y dividir claramente sus actividades de venta -el libro objeto, por un lado, y el contenido, por otro-, continúan manteniendo un control que cada vez resulta más difícil. La traducción del último libro de Harry Potter, por ejemplo, no aprovechó el lanzamiento mundial de la obra y se retrasó durante meses. En ese tiempo, grupos de entusiastas anónimos, tradujeron y liberaron en la Red el texto, para regocijo de aficionados y espanto de editores.
Las cifras de venta de los ejemplares impresos, demuestran no obstante que hay libros objeto que se venden en gran cantidad, aunque se hayan “leído previamente en otro soporte”. Arturo Pérez Reverte liberó en su web su última novela durante algunas semanas sin que las ventas se hayan resentido, por ejemplo. En la primera feria del libro digital celebrada en Madrid, el 18 de noviembre de 2009, el escritor Lorenzo Silva fue muy claro al respecto durante su discurso inaugural. Silva alabó el papel de los lectores, razón de ser para muchos autores; pidió a estos mayor generosidad; y reclamó más imaginación a los editores.
Los lectores son voraces, pero no tontos; los autores quieren ser leídos y vivir de su obra. Es el momento de los editores. Y de las autoridades, porque no reducir el IVA de los lectores electrónicos tampoco es de gran ayuda.

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